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miércoles, 28 de junio de 2017

Se pasó una hora buscando el calcetín rojo

Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Era lo último que le quedaba para terminar de hacer la colada.

"Hace días que no llega el periódico" apunta Esteban mientras remueve el café intercalando nerviosas sacudidas de pie y miradas a su reloj de pulsera. No obtiene respuesta, ni la espera. A estas alturas de su matrimonio las preguntas suelen sobrar. El sonido del grifo goteando cíclicamente se mezcla con el roce de la escoba y el suelo en la habitación contigua. La melodía de las siete de la mañana. Se levanta de su silla y comienza su ritual de cada día: taza en el fregadero, sacudida de las migas de la tostada que han caído en su pantalón, chaqueta, beso a Eva y a Claudia... Un momento, ¿y Claudia?
-Tranquilo cariño, hoy tenía un festival en el colegio y se ha quedado a dormir a casa de su abuela. ¿No lo recuerdas?
Esteban asiente sin pensar y se despide.
De camino al trabajo marca el teléfono del fontanero. Debe encargarse de aquel grifo de la cocina cuanto antes. Tras unos pitidos, salta el buzón de voz. -Ya nadie se toma su trabajo en serio- murmura Esteban con fastidio.
Y, conduciendo como si su volante ya hiciera los giros precisos para ir a la oficina de forma automática, llega a lo que es su techo durante ocho horas al día, seis días a la semana.
Tras unas apasionantes horas de archivar, transcribir y solicitar, se dirige (como cada mañana a las doce) a la máquina de café. Su médico no estaría de acuerdo con esta acción, pero para Esteban una jornada de trabajo sin su café a media mañana resultaría más dañina que la posible acidez estomacal de la que está advertido. Toma su vaso de tregua amarga y espera a Jose Ignacio para tener alguna conversación insulsa sobre el tiempo, fútbol o la poca eficiencia de la impresora, pero hoy no aparece. Lleva un par de días sin verle. Tal vez una cuestión médica sin importancia o algún asunto familiar. Sí, será eso.
Vuelta al trabajo y las horas pasan como años, pero pasan. Dan las ocho y se envía el último archivo. Comprueba el correo en el móvil durante su trayecto en ascensor. Arranca el coche y pone las noticias en la radio, pero cambia de emisora enseguida. Desde que cambiaron al locutor no le termina de gustar. Ramón Echevarría había sido compañero de colegio de Esteban. Amigos de toda la vida. Al escucharle retransmitir las noticias de la tarde no podía evitar notar una sensación cálida de nostalgia, como una buena época más cercana. ¿Qué habrá sido de él? Hace semanas que dejó el oficio y, por lo tanto, de dar señales de vida para Esteban. Al llegar a casa buscaría su contacto en alguna agenda antigua e intentaría hablar con él. Un hombre tan dicharachero como Ramón es digno de escuchar por teléfono.
Entre estos pensamientos, Esteban baja del coche y entra en el kiosco de su barrio. Tras comprar el diario que acostumbra se dispone a abandonar el local, pero da la vuelta y pregunta a Silvia por su padre, el propietario de la pequeña tienda. No acostumbra a verla sola despachando, siempre le acompaña Gonzalo, con su mal humor característico y refranes que suelta como si de exalaciones se tratara. Silvia contesta algo intranquila. Ayer no llegó a casa tras su partida de cartas habitual. Esteban se despide, contagiado de desasosiego.
Mete el coche en el garaje y una sensación extraña le recorre el cuerpo. Algo le dice que no debe entrar a casa. ¿Será algún olvido de la oficina? ¿Se ha dejado algo sin hacer? El día de hoy había sido normal, como siempre...no?
Abre la puerta y saluda, pero no hay respuesta. Se descalza, como suele hacer tras la jornada, y se queda en calcetines blancos. Hoy la casa no está impregnada de el aroma de la cena, y las rosas del jardín están sin regar. ¿Dónde está Eva? Esteban se siente algo molesto, pero aún más asustado. Esto no es normal, no es rutina, y Esteban aborrece la falta de ella.
Saluda aún más alto y se dirige a la habitación de Claudia, a su dormitorio y a la terraza. Nada.
Está a punto de marcar el teléfono de Eva. ¿Cómo se atreve a no estar en casa a estas horas? ¿Es que no piensa en él? ¿En lo duro que ha sido su día? ¿En que lo único que desea a estas horas es tomar una buena cena, darse una ducha e irse a dormir? Que falta de consideración. ¡Y de respeto! ¿Desde cuando nos saltamos las normas en mi casa? Son las nueve, la niña debería estar en la cama. Además de desconsiderada, la madre es irresponsable. ¿Es que quiere que su hija no rinda bien? ¿Que no descanse y se quede dormida en clase? Un susurro como de agua distrae a Esteban de sus pensamientos. A zancadas, se dirige al cuarto de baño. ¿Es que encima ha pensado en darse una ducha relajante? Esto es el colmo. Abre la puerta con rabia que se convierte en ira al descubrir lo que hay tras ella. Un traje completo, varias camisas, una ristra de calcetines blancos y ropa interior masculina, todo tendido del perchero de las toallas, que están tiradas en el suelo, recogiendo el agua rebosante de la bañera.
Esteban no cabía en su enfado. Su mujer le engañaba. Y con varios hombres a la vez. ¿Y se creía que podría ocultarlo? Maldita guarra... ¿Cuánto tiempo llevaría ocultándoselo? ¡Y con Claudia delante! Y por si fuera poco, la estúpida deja el grifo encendido. Claro, como ella no paga la fontanería, ni la hipoteca, ni NADA. Eso es lo que hace. Nada. Lo único de lo que tiene que ocuparse es de mantener la casa en orden y cocinar. Ni siquiera es capaz de ocuparse de su hija y la manda a dormir a casa de sus padres.
Esteban pierde el control. Grita. Solo quiere arreglar cuentas. Le da igual si Claudia está en casa. Esta vez no le va a interrumpir ni eso. Se quita el cinturón y camina con paso firme hacia la única habitación de la casa que le queda por registrar: el sótano.
Abre la puerta de una patada y, enfurecido,con cinturón en mano,escupe amenazas como el más mortal de los venenos. A manotazos enciende la luz, pero no ve nada. Da un paso en falso y se resvala con algo en el suelo. Abre los ojos y descubre un líquido color escarlata. Alza la mirada y ve a Ramón. Su Ramón. O lo que queda de él. Su cráneo putrefacto está separado del resto de su cuerpo. La reacción de Esteban es todo lo brusca que cabe entender. Se levanta de un salto, horrorizado, y mira al suelo. Sus pies, con calcetines teñidos de rojo, se localizan en un mar de sangre y miembros. Justo frente a él, el cuerpo desnudo y sin vida de Gonzalo, el hombre del kiosco, con una mueca de terror en su rostro, cuelga de una percha enganchada en su garganta. Esteban solo da más gritos de pánico, justo cuando descubre al fontanero y el muchacho del periódico sin extremidades junto a unas sillas ensangrentadas, una llave inglesa y un cuchillo.
Ahoga gritos llamando a su esposa. El cinturón ya ha caído de sus manos. Llora de forma desgarrada, pidiendo a Dios por que nada le ocurra, pero tropieza con algo de textura gelatinosa. Entre lágrimas, consigue ver a Jose Ignacio entre un mar de vísceras. Su cuerpo reacciona en una serie de arcadas y gritos de auxilio... que por fin son respondidos. Eva, como un espejismo, retira la cortina que separa el sótano en dos. Sin expresión alguna en el rostro y un revolver en la mano se dirige lentamente hacia Esteban. Él tiene miedo. Ella le abraza. Sujeta su cuello y le susurra "Odio la monotonía" y levanta la pistola. Esteban intenta escapar, busca con las manos el cuchillo que vio antes, pero se queda paralizado al recordar que ayer se despidió de su hija por la noche, dándole un beso en la frente. En su casa. No en la de sus abuelos.
Lo último que ve es un moratón en el brazo de Eva.
Porque eso también formaba parte de la rutina.

Y, tras la colada más grande de su vida, Eva se pasó una hora buscando el calcetín rojo. El único que quedaba rojo. El único que quedaba por lavar. En ocasiones está bien volver a las costumbres.






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