Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Era lo
último que le quedaba para terminar de hacer la colada.
"Hace días que no llega el periódico" apunta
Esteban mientras remueve el café intercalando nerviosas sacudidas de
pie y miradas a su reloj de pulsera. No obtiene respuesta, ni la
espera. A estas alturas de su matrimonio las preguntas suelen sobrar.
El sonido del grifo goteando cíclicamente se mezcla con el roce de
la escoba y el suelo en la habitación contigua. La melodía de las
siete de la mañana. Se levanta de su silla y comienza su ritual de
cada día: taza en el fregadero, sacudida de las migas de la tostada
que han caído en su pantalón, chaqueta, beso a Eva y a Claudia... Un
momento, ¿y Claudia?
-Tranquilo cariño, hoy tenía un festival en el colegio
y se ha quedado a dormir a casa de su abuela. ¿No lo recuerdas?
Esteban asiente sin pensar y se despide.
De camino al trabajo marca el teléfono del fontanero.
Debe encargarse de aquel grifo de la cocina cuanto antes. Tras unos
pitidos, salta el buzón de voz. -Ya nadie se toma su trabajo en
serio- murmura Esteban con fastidio.
Y, conduciendo como si su volante ya hiciera los giros
precisos para ir a la oficina de forma automática, llega a lo que es
su techo durante ocho horas al día, seis días a la semana.
Tras unas apasionantes horas de archivar, transcribir y
solicitar, se dirige (como cada mañana a las doce) a la máquina de
café. Su médico no estaría de acuerdo con esta acción, pero para
Esteban una jornada de trabajo sin su café a media mañana
resultaría más dañina que la posible acidez estomacal de la que
está advertido. Toma su vaso de tregua amarga y espera a Jose
Ignacio para tener alguna conversación insulsa sobre el tiempo,
fútbol o la poca eficiencia de la impresora, pero hoy no aparece.
Lleva un par de días sin verle. Tal vez una cuestión médica sin
importancia o algún asunto familiar. Sí, será eso.
Vuelta al trabajo y las horas pasan como años, pero
pasan. Dan las ocho y se envía el último archivo. Comprueba el
correo en el móvil durante su trayecto en ascensor. Arranca el coche
y pone las noticias en la radio, pero cambia de emisora enseguida.
Desde que cambiaron al locutor no le termina de gustar. Ramón
Echevarría había sido compañero de colegio de Esteban. Amigos de
toda la vida. Al escucharle retransmitir las noticias de la tarde no
podía evitar notar una sensación cálida de nostalgia, como una
buena época más cercana. ¿Qué habrá sido de él? Hace semanas
que dejó el oficio y, por lo tanto, de dar señales de vida para
Esteban. Al llegar a casa buscaría su contacto en alguna agenda
antigua e intentaría hablar con él. Un hombre tan dicharachero como
Ramón es digno de escuchar por teléfono.
Entre estos pensamientos, Esteban baja del coche y entra
en el kiosco de su barrio. Tras comprar el diario que acostumbra se
dispone a abandonar el local, pero da la vuelta y pregunta a Silvia
por su padre, el propietario de la pequeña tienda. No acostumbra a
verla sola despachando, siempre le acompaña Gonzalo, con su mal
humor característico y refranes que suelta como si de exalaciones se
tratara. Silvia contesta algo intranquila. Ayer no llegó a casa tras
su partida de cartas habitual. Esteban se despide, contagiado de
desasosiego.
Mete el coche en el garaje y una sensación extraña le
recorre el cuerpo. Algo le dice que no debe entrar a casa. ¿Será
algún olvido de la oficina? ¿Se ha dejado algo sin hacer? El día
de hoy había sido normal, como siempre...no?
Abre la puerta y saluda, pero no hay respuesta. Se
descalza, como suele hacer tras la jornada, y se queda en calcetines
blancos. Hoy la casa no está impregnada de el aroma de la cena, y
las rosas del jardín están sin regar. ¿Dónde está Eva? Esteban
se siente algo molesto, pero aún más asustado. Esto no es normal,
no es rutina, y Esteban aborrece la falta de ella.
Saluda aún más alto y se dirige a la habitación de
Claudia, a su dormitorio y a la terraza. Nada.
Está a punto de marcar el teléfono de Eva. ¿Cómo se
atreve a no estar en casa a estas horas? ¿Es que no piensa en él?
¿En lo duro que ha sido su día? ¿En que lo único que desea a
estas horas es tomar una buena cena, darse una ducha e irse a dormir?
Que falta de consideración. ¡Y de respeto! ¿Desde cuando nos
saltamos las normas en mi casa? Son las nueve, la niña debería
estar en la cama. Además de desconsiderada, la madre es
irresponsable. ¿Es que quiere que su hija no rinda bien? ¿Que no
descanse y se quede dormida en clase? Un susurro como de agua distrae
a Esteban de sus pensamientos. A zancadas, se dirige al cuarto de
baño. ¿Es que encima ha pensado en darse una ducha relajante? Esto
es el colmo. Abre la puerta con rabia que se convierte en ira al
descubrir lo que hay tras ella. Un traje completo, varias camisas,
una ristra de calcetines blancos y ropa interior masculina, todo
tendido del perchero de las toallas, que están tiradas en el suelo,
recogiendo el agua rebosante de la bañera.
Esteban no cabía en su enfado. Su mujer le engañaba. Y
con varios hombres a la vez. ¿Y se creía que podría ocultarlo?
Maldita guarra... ¿Cuánto tiempo llevaría ocultándoselo? ¡Y con
Claudia delante! Y por si fuera poco, la estúpida deja el grifo
encendido. Claro, como ella no paga la fontanería, ni la hipoteca,
ni NADA. Eso es lo que hace. Nada. Lo único de lo que tiene que
ocuparse es de mantener la casa en orden y cocinar. Ni siquiera es
capaz de ocuparse de su hija y la manda a dormir a casa de sus
padres.
Esteban pierde el control. Grita. Solo quiere arreglar
cuentas. Le da igual si Claudia está en casa. Esta vez no le va a
interrumpir ni eso. Se quita el cinturón y camina con paso firme
hacia la única habitación de la casa que le queda por registrar: el
sótano.
Abre la puerta de una patada y, enfurecido,con cinturón
en mano,escupe amenazas como el más mortal de los venenos. A
manotazos enciende la luz, pero no ve nada. Da un paso en falso y se
resvala con algo en el suelo. Abre los ojos y descubre un líquido
color escarlata. Alza la mirada y ve a Ramón. Su Ramón. O lo que
queda de él. Su cráneo putrefacto está separado del resto de su
cuerpo. La reacción de Esteban es todo lo brusca que cabe entender.
Se levanta de un salto, horrorizado, y mira al suelo. Sus pies, con
calcetines teñidos de rojo, se localizan en un mar de sangre y
miembros. Justo frente a él, el cuerpo desnudo y sin vida de
Gonzalo, el hombre del kiosco, con una mueca de terror en su rostro,
cuelga de una percha enganchada en su garganta. Esteban solo da más
gritos de pánico, justo cuando descubre al fontanero y el muchacho
del periódico sin extremidades junto a unas sillas ensangrentadas,
una llave inglesa y un cuchillo.
Ahoga gritos llamando a su esposa. El cinturón ya ha
caído de sus manos. Llora de forma desgarrada, pidiendo a Dios por
que nada le ocurra, pero tropieza con algo de textura gelatinosa.
Entre lágrimas, consigue ver a Jose Ignacio entre un mar de
vísceras. Su cuerpo reacciona en una serie de arcadas y gritos de
auxilio... que por fin son respondidos. Eva, como un espejismo,
retira la cortina que separa el sótano en dos. Sin expresión alguna
en el rostro y un revolver en la mano se dirige lentamente hacia
Esteban. Él tiene miedo. Ella le abraza. Sujeta su cuello y le
susurra "Odio la monotonía" y levanta la pistola. Esteban
intenta escapar, busca con las manos el cuchillo que vio antes, pero
se queda paralizado al recordar que ayer se despidió de su hija por
la noche, dándole un beso en la frente. En su casa. No en la de sus
abuelos.
Lo último que ve es un moratón en el brazo de Eva.
Porque eso también formaba parte de la rutina.
Y, tras la colada más grande de su vida, Eva se pasó
una hora buscando el calcetín rojo. El único que quedaba rojo. El
único que quedaba por lavar. En ocasiones está bien volver a las
costumbres.
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